No soy amigo de las supersticiones, sin embargo, debí sospechar de un día tan extraño como premonitorio: veintidós del segundo mes del año dos mil dos … trece años después.
La conocí una noche de abril. Sus ojos negros, cargados de ternura, se insinuaban seductores sobre el lienzo inmaculado de su piel. Temblaba de frío, la rodeé con mis brazos y nos dirigimos al automóvil. No pronunciamos palabra hasta llegar a la casa. Frente a la chimenea sellamos un pacto indisoluble de amor con una taza de leche caliente.
Nuestros encuentros estaban cargados de magnetismo: era un amor libre, sin reclamos, sin plazos ni límites, sin tristezas ni dolor, sin lugar al olvido, sin palabras, sin rencores; el amor de los niños, el que no se alimenta de recuerdos, el que no cree en el futuro.
Estuvimos alejados durante algunos meses por causa de mi trabajo. No juramos amor eterno ni prometimos fidelidad, no había razón para hacerlo. Cuando volvimos a encontrarnos se había convertido en madre. Lucía tan hermosa como siempre, y aunque el paso del tiempo había hecho alguna mella sobre su cuerpo, la magia de sus ojos permanecía intacta.
También hubo otros amores en mi vida, otros labios, otros besos, pero un hilo invisible parecía entrelazar nuestros caminos. Nos entregábamos al amor en el ocaso, con ella no había lugar a la indiferencia ni al cansancio, era un torbellino de alegría, un manantial inagotable de amor.
Esa mañana capicúa desperté empapado en sudor. El teléfono repicaba con insistencia. Una voz entrecortada me hizo saber que ella estaba muy mal. Apenas tuve tiempo suficiente para llevarla al hospital. Aguardé en la entrada, aferrado a la esperanza de volver a verla sonreír entre mis brazos.
Unos minutos después, se despedía de mí con la misma mirada evocadora y dulce, pero llena de nostalgia, de la que me había enamorado la noche en que la vi por primera vez.
Han pasado varios meses y aún retumban en mi mente los ladridos de aquel ser maravilloso que me enseñó la magia del amor sin condiciones: el amor de un perro.
Cindy
In Memorian
La conocí una noche de abril. Sus ojos negros, cargados de ternura, se insinuaban seductores sobre el lienzo inmaculado de su piel. Temblaba de frío, la rodeé con mis brazos y nos dirigimos al automóvil. No pronunciamos palabra hasta llegar a la casa. Frente a la chimenea sellamos un pacto indisoluble de amor con una taza de leche caliente.
Nuestros encuentros estaban cargados de magnetismo: era un amor libre, sin reclamos, sin plazos ni límites, sin tristezas ni dolor, sin lugar al olvido, sin palabras, sin rencores; el amor de los niños, el que no se alimenta de recuerdos, el que no cree en el futuro.
Estuvimos alejados durante algunos meses por causa de mi trabajo. No juramos amor eterno ni prometimos fidelidad, no había razón para hacerlo. Cuando volvimos a encontrarnos se había convertido en madre. Lucía tan hermosa como siempre, y aunque el paso del tiempo había hecho alguna mella sobre su cuerpo, la magia de sus ojos permanecía intacta.
También hubo otros amores en mi vida, otros labios, otros besos, pero un hilo invisible parecía entrelazar nuestros caminos. Nos entregábamos al amor en el ocaso, con ella no había lugar a la indiferencia ni al cansancio, era un torbellino de alegría, un manantial inagotable de amor.
Esa mañana capicúa desperté empapado en sudor. El teléfono repicaba con insistencia. Una voz entrecortada me hizo saber que ella estaba muy mal. Apenas tuve tiempo suficiente para llevarla al hospital. Aguardé en la entrada, aferrado a la esperanza de volver a verla sonreír entre mis brazos.
Unos minutos después, se despedía de mí con la misma mirada evocadora y dulce, pero llena de nostalgia, de la que me había enamorado la noche en que la vi por primera vez.
Han pasado varios meses y aún retumban en mi mente los ladridos de aquel ser maravilloso que me enseñó la magia del amor sin condiciones: el amor de un perro.
Cindy
In Memorian
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